Esto no sale de aquí (Parte I)
Y dicen que las despedidas de solteras ABC1 son una lata. Que el vedetto no se saca el taparrabo, que las niñas se mueren del asco frente al meneo del travieso, que los regalos para la novia no son más osados que un uslero.
Las pinzas. Pregúntenle no más a Carlita Guatero cómo le quedó la micro carretera tras el huracán de rucias que recogió el sábado en Las Condes. Si pensó que por ser diez no más la cosa iba a ser pan comido, pues… ¡toma, cachito de goma!
Lástima que Carlis no se haya quedado para lo mejor: las historias de sexo “esto no sale de aquí” de las participantes. Las habría gozado, creo. Yo al menos supe estrujarme de la risa.
Aquí va una de mis preferidas:
Pato siempre le movió el piso a la Coté. Deportista, con facha de galán de cine gringo, y más canchero que un pavo real, no pasaba desapercibido en el colegio. Grandes y chicas morían por él. Por donde pasaba, dejaba una estela de baba femenina apozándose en el suelo, y bocas peligrosamente abiertas ante las moscas.
La Coté era su fan nº1. Se fijó en él en 5to básico, cuando Pato era de los bakanes de Primero Medio. A ojos de él, ella no era más que una niña enjuta de rodillas sobresalientes, que se ponía colorada si se lo topaba en los pasillos y que chillaba con sus amigas si Pato le dirigía la palabra. Para ella, en cambio, él lo era todo. El hombre que poblaba sus fantasías de pre púber y que la mantenía dibujando corazones e iniciales en sus cuadernos cuadriculados.
Por eso, la Coté lloró mocos y sangre cuando Pato egresó. Era el fin de los recreos en que se quedaba absorta mirándolo, viendo cómo chuteaba la pelota de fútbol. Habían pasado casi cuatro años, pero ella siempre se había mantenido fiel en su elección.
Supo por profesores y otros contactos que Pato había entrado a una universidad privada a estudiar Comercial. El recuerdo de él se esfumó de a poco, resucitando de vez en cuando con alguna noticia –el mundo es un pañuelo, lindos. Pololos vinieron, pololos siguieron, y con el tiempo la Coté egresó de arquitecta.
Entonces se encontró a Pato en una fiesta. Lo reconoció de inmediato, y la cuchara le saltó a mil otra vez. Estaba tanto o más rico que como lo recordaba. Esta vez, le conversó como una adulta y al final de la noche, él le pidió el teléfono.
A la semana siguiente, la Coté vestía pantalones, blusa y chaqueta nuevas. Las tenía todas para arrasar: maquillaje de salón, pelo de comercial, lencería de prostituta, actitud de winner. Pato llegó puntualísimo, exudando Carolina Herrera 212 y con más cancha que un estadio.
Antes de terminar la velada en Borde Río, ya se habían besado. La Coté estaba en el mejor de sus sueños y no iba a despertar hasta completarlo. Partieron al departamento de Pato. Como era de esperarse, el colmillo crecido de la Coté no estaba para aguantar más alargues. Atacó directo y caliente. Cada luz roja era sinónimo de lenguas y manoseos.
Llegaron al estacionamiento echando humito. Sin pensarlo, le abrió la camisa y lo besó largo y húmedo sobre el pecho. Bajó hasta su cinturón, y lo desabrochó. Él gemía por anticipado. Desabotonó el pantalón, y bajó el cierre. Lo que se sentía potente y duro sobre la ropa, lo era aún más en su mano. La Coté desenvainó y se acercó al miembro con la boca semi abierta. A mitad de camino, se detuvo. Un olor nauseabundo salía de la entrepierna de su galán. “Como roquefort podrido”, precisó en la despedida. Tuvo que aguantarse las arcadas.
Fin del sueño. La Coté soltó a su presa –literalmente-, y se bajó del auto con la blusa todavía desordenada. No se dio vuelta a esperar la reacción de Pato y, apenas pudo, detuvo un taxi y se devolvió a casa.
Chiquillos, por favor, ¡limpien bien sus gracias! El jabón no le hace daño a nadie.
Las pinzas. Pregúntenle no más a Carlita Guatero cómo le quedó la micro carretera tras el huracán de rucias que recogió el sábado en Las Condes. Si pensó que por ser diez no más la cosa iba a ser pan comido, pues… ¡toma, cachito de goma!
Lástima que Carlis no se haya quedado para lo mejor: las historias de sexo “esto no sale de aquí” de las participantes. Las habría gozado, creo. Yo al menos supe estrujarme de la risa.
Aquí va una de mis preferidas:
Pato siempre le movió el piso a la Coté. Deportista, con facha de galán de cine gringo, y más canchero que un pavo real, no pasaba desapercibido en el colegio. Grandes y chicas morían por él. Por donde pasaba, dejaba una estela de baba femenina apozándose en el suelo, y bocas peligrosamente abiertas ante las moscas.
La Coté era su fan nº1. Se fijó en él en 5to básico, cuando Pato era de los bakanes de Primero Medio. A ojos de él, ella no era más que una niña enjuta de rodillas sobresalientes, que se ponía colorada si se lo topaba en los pasillos y que chillaba con sus amigas si Pato le dirigía la palabra. Para ella, en cambio, él lo era todo. El hombre que poblaba sus fantasías de pre púber y que la mantenía dibujando corazones e iniciales en sus cuadernos cuadriculados.
Por eso, la Coté lloró mocos y sangre cuando Pato egresó. Era el fin de los recreos en que se quedaba absorta mirándolo, viendo cómo chuteaba la pelota de fútbol. Habían pasado casi cuatro años, pero ella siempre se había mantenido fiel en su elección.
Supo por profesores y otros contactos que Pato había entrado a una universidad privada a estudiar Comercial. El recuerdo de él se esfumó de a poco, resucitando de vez en cuando con alguna noticia –el mundo es un pañuelo, lindos. Pololos vinieron, pololos siguieron, y con el tiempo la Coté egresó de arquitecta.
Entonces se encontró a Pato en una fiesta. Lo reconoció de inmediato, y la cuchara le saltó a mil otra vez. Estaba tanto o más rico que como lo recordaba. Esta vez, le conversó como una adulta y al final de la noche, él le pidió el teléfono.
A la semana siguiente, la Coté vestía pantalones, blusa y chaqueta nuevas. Las tenía todas para arrasar: maquillaje de salón, pelo de comercial, lencería de prostituta, actitud de winner. Pato llegó puntualísimo, exudando Carolina Herrera 212 y con más cancha que un estadio.
Antes de terminar la velada en Borde Río, ya se habían besado. La Coté estaba en el mejor de sus sueños y no iba a despertar hasta completarlo. Partieron al departamento de Pato. Como era de esperarse, el colmillo crecido de la Coté no estaba para aguantar más alargues. Atacó directo y caliente. Cada luz roja era sinónimo de lenguas y manoseos.
Llegaron al estacionamiento echando humito. Sin pensarlo, le abrió la camisa y lo besó largo y húmedo sobre el pecho. Bajó hasta su cinturón, y lo desabrochó. Él gemía por anticipado. Desabotonó el pantalón, y bajó el cierre. Lo que se sentía potente y duro sobre la ropa, lo era aún más en su mano. La Coté desenvainó y se acercó al miembro con la boca semi abierta. A mitad de camino, se detuvo. Un olor nauseabundo salía de la entrepierna de su galán. “Como roquefort podrido”, precisó en la despedida. Tuvo que aguantarse las arcadas.
Fin del sueño. La Coté soltó a su presa –literalmente-, y se bajó del auto con la blusa todavía desordenada. No se dio vuelta a esperar la reacción de Pato y, apenas pudo, detuvo un taxi y se devolvió a casa.
Chiquillos, por favor, ¡limpien bien sus gracias! El jabón no le hace daño a nadie.