martes, 26 de diciembre de 2006

Señorita en la mesa

La Feña tiene un apellido con doble erre. Viste jeans, poleras de algodón y tacones leves que sirven más para anunciar su llegada que para elevar su escasa altura. Sus ojos juegan entre el verde y el pardo, y contrastan con su piel mate y pelo liso castaño oscuro que a ella le gusta ventilar por sobre su hombro cuando habla.

La Feña usa cartera y una cadenita de oro religiosa, y un par de anillos-anillos –nada de bisutería de pacotilla, lindos- en sus manos pulcras. Uno de ellos es regalo de su pololo, o novio como le gusta decir cuando habla de Joaquín. No es, aunque ella quisiera, uno de compromiso, no. Es galantería de la buena, pero sin el vestido blanco ni sociedad conyugal de por medio.

Estamos en primer año de universidad, picoteando entre distintos grupos sociales como pollo en corral ajeno. Toparse con la Feña es toparse con Joaquín. De manera referencial, por supuesto, porque Joaquín tiene 15 años más que ella y al menos llamaría la atención entre el rebaño de novatos.

Joaquín es ingeniero. Joaquín es tan regio que podría ser modelo de pasarela. Joaquín tiene una situación económica envidiable. Joaquín es un siete en la cama. En esto la Feña se detiene y se explaya. Habla de su vida sexual con la prestancia de una experta, aunque solo ha estado con Joaquín desde que asumió su relación en 4to Medio. En confianza, cuenta en palabras y ademanes lo que hacen entre las sábanas. La mayoría la escuchamos con avidez de ignorante.

Las posturas y hasta dónde se siente el cacheteo es uno de sus temas preferidos. También las anécdotas diversas, entre las que adora la vergonzosa ocasión en que fue sorprendida por su suegra con las manos en la masa. “Pero ella me adora, así es que no hay problema”, le resta importancia la Feña. Su explicación para tanta seguridad es peculiar: “Soy la yerna ideal, toda una señorita”. El resto la miramos incrédulas: ¿qué señorita es descubierta en tamaña situación?

La Feña ni pestañea al contestar: “Todo el mundo tiene relaciones, eso es normal. Lo que importa es ser una lady… en la mesa. Y una puta en la cama”. Joaquín, dice, es el más contento con esa filosofía.

Que al año siguiente él la deje por otra, virgen y con cara de perna, es otro cuento.

jueves, 21 de diciembre de 2006

Real life porn

El sexo a veces puede ser como una película porno.

Hay, eso sí, que tener la altura de miras suficiente para descartar las tramas surrealistas. Porque no conozco a una sola mujer que se haya topado con un repartidor de pizzas recién horneado, dispuesto a hacerle el favor justo el día en que ella andaba cachonda, hambrienta y depilada a lo mohicano.

Seamos realistas, pues. La depilación más común es un modesto rebaje.

Ahora, de que hay sexo triple equis en la vida real, lo hay. Y a veces pasa que una es la protagonista. Lo sé porque hoy inauguré el verano con una ronda de lo más jot.

Algo había de previsible en la propuesta que me hizo Boyfriend esta mañana. Almorzar juntos en mi tugurio cuando la nana no está, es para mal pensar. O mi mente es muy alcantarilla, no lo sé. Solo me limité a poner la mejor de mis sonrisas y escaparme apenas pude de la pega para aderezar las ensaladas y esperarlo con cubierto en mano. Literalmente.

A los pocos minutos las lechugas habían pasado a mejor vida, y la siesta -sí, ahora le dicen siesta- era imperativa. Acalorados y tendidos, las prendas pronto volaron. Había que cucharear el postre. Sus manos en mis caderas, sus labios en mi cuello y el suave vaivén subieron de tono y de temperatura. Al rato me encontré en cuatro, dando rienda suelta a mis gemidos, sintiendo su jadeo en mi oído y su pene calar hondo una y otra vez.

Rodamos y quedó arriba, muy vintage. Pronto giramos y dominé yo. Entonces vino el desenfreno. No bastaba su fuerza para moverme, ni las nalgadas que me propinaba, ni el roce de lo suyo con lo mío. Humedecí una de mis manos con mi lengua, y la llevé hacia mi clítoris. Mojé los dedos de mi mano restante, y con ella recorrí mi cuerpo, mis pezones, mis aureolas.

Entonces, mi campo visual se inquietó. Giré apenas la cabeza hacia la ventana con la cortina abierta, y sentí la mirada penetrante de los maestros de la vereda del frente. Aunque nos separaban cuatro pisos, no había duda que estaban observándonos. La sola idea me estimuló. Los imaginé erectos, casi adoloridos de excitación. Supe que al volver por la tarde a sus casas, se masturbarían o amarían salvajemente a sus parejas pensando en nuestra exhibición. Boyfriend aumentó su carga. Me toqué con ansias.

Y me vine.

En el trabajo y durante toda la tarde, mis revoluciones han permanecido altas. Mi entrepierna palpita continuo, y mis pezones se mantienen erguidos a pesar de los treinta grados navideños. Si no me toca de nuevo esta noche, tendré que aplicarme solita. Pero así como estoy, no me quedo.

martes, 19 de diciembre de 2006

Niña bien

Renegué de mi condición de cuica hasta hace poco. Si alguien osaba insinuarme el concepto, mostraba uñas, colmillos y molares. Como si fuera el peor de los epítetos, hacía gala de mis méritos para no ser calificada como tal: mira, si no me pinto, no me tiño, no tengo ropa de marca. Me gusta el reggaeton y tengo corazón de pinganilla. Como fritanga callejera y no me voy por el caño. Tomo aunque no fumo, y me gusta --y cómo me gusta- bailar apretado.

Solo ese último argumento tenía impacto de conversión en algunos incrédulos. Otros, a mi gran rabiar, con suerte me concedían un "bueno, eres una cuica flaite".

Hasta que llegó Boyfriend hace más de un año. No alcanzó a oír ni la mitad de mi discurso anti-prejuicios, cuando soltó su veredicto: "pero qué te importa, eres cuica, somos cuicos, ¿y qué?". Su categorismo me dejó más despeinada que el viento que entraba por la ventana del auto. Iba a alegarle cuando su cara me vendió barato sus intenciones. El muy perla estaba disfrutando a costa mía.

Su sonrisa picarona, sin el más mínimo disimulo de su diversión, fue mi ruina. Es que una no es de hierro, pues. La carne tira y así, aliñadita con humor, tira más. Mientras el auto subía por la Costanera, comencé el ataque. Primero fueron los besos fugaces y juguetones por el cuello. Luego la mano paseándose por esa bien contorneada pierna. Algunos botones de la camisa volaron por arte de magia, y la mano dejó la rodilla para subir a la entrepierna, ya tibia y firme.

“Marilú, vas a hacer que choquemos”, alcanzó a protestar él sin por eso esquivar la embestida. Desvió el auto hacia las calles más oscuras y solitarias de Las Condes, y bajó la velocidad a 30 km/ h mientras la suya superaba el límite legal. El cierre ya estaba abajo y yo, en plena faena.

Los minutos transcurrieron como reloj de arena. Nunca, parece, es suficiente cuando la calentura… bueno, calienta. Un juego de luces entonces nos encandiló a través del espejo retrovisor. Lentamente --¿qué opción tenía?- levanté cabeza. Boyfriend acomodó lo suyo como pudo y detuvo el auto. Un hombrecito verde se acercó a la ventana del abochornado conductor. “Señor, vamos a tener que sacarle un parte por faltar a la moral”. Ven, amorosos, que la Inquisición sí existe. “A ver, ¿pero de qué atentado a la moral me habla?”, le alegué yo de lo más seria, digna, y cara de nalga. “Señora…”, comenzó a balbucear él. “Señorita”, lo corregí anotando un punto de victoria. “Sí, señorita, los vimos en actitud sexual, usted estaba practicándole al señor… ehh… el acto oral”.

Entonces, haciendo promesa mental de empezar a usar el colgante de virgencita de mi tatarabuela, lancé mi speach. “No puedo creer lo que me está diciendo. Míreme. ¿Usted cree que yo podría hacer algo así? Soy señorita y muy decente, mi familia me educó por el sendero del Señor y nunca cometería un acto de ese naturaleza, menos fuera del matrimonio. ¿Que me vio reclinada? ¡Pero por supuesto! Salimos a comer y me intoxiqué con los mariscos, entonces mi pololo –no marido- tuvo la gentileza de venir manejando despacio para evitar aumentar mi malestar. Y sí, me recliné sobre él para acomodarme. ¿Es eso un delito, acaso?”.

Librados del santo parte y de la humillación consiguiente, llenamos el camino a casa con carcajadas. “¿Viste que soy flaite?”, desafié a Boyfriend. “Ah, no me vengas con ese cuento, que si lo fueras, no nos habríamos librado de esta”. Tal cual.

Quedé mutis. Mutis y asumida. Sí, soy cuica... ¡y a mucha honra!

lunes, 18 de diciembre de 2006

Las P del cuiquerío

La primera vez que quisieron cobrarme el doble por un terremoto en La Piojera, un amigo ofició de abogado del diablo y defendió la causa perdida: "Bueno, es que te ven cuica". De mi buzo patitieso y polera cavernícola, ni pío.

Fue el inicio del debate antropológico sobre el ser, ente y taxonomía del cuico. Dentramos a picar y picamos finito, pero al cabo de un terremoto y dos réplicas, solo pudimos brindar por el acuerdo de las tres P: las generalidades más generales sobre la infinita gama de apreciaciones sobre lo que es ser cuico.

A saber:

Plata: Simplemente, ABC1. Más de dos millones de pesos de ingresos mensuales por familia, y estamos listos para la foto. Ser hijo del clan y ganar por cuenta propia el salario mínimo no es excluyente de esta P, aunque los padres de familia se hayan desentendido del ahora independiente retoño. Ojo, que acá se puede colar fácilmente el –horror— roto con plata. De lo peor, mi linda, de lo peor.

Pinta: ¿Carteras Louis Vuitton? ¿Tacones Prada? No nos desbandemos, señores. Dijimos ABC1, no AAA. Es la pinta comme il faut, tan válida si es made in Alonso de Córdova o en Patronato. Sin excederse, por supuesto. Nada de aplicar vaselina para encajar en un atuendo dos tallas menor –la moda prieta definitivamente no la lleva-, de mantener el equilibrio sobre gruesas plataformas, o de jugar a la vanguardia mezclando estampados animales y aplicaciones diversas de piedrecillas ‘preciosas’. Es la justa medida, incluyendo a los artistas VIP que rompen esquemas dentro de los límites cuiconsios. Juanito Yarur, por cierto, queda out.

Piel: Es la facha, cariño. La tez clara, apenas bronceada por el esquí o el sol de Zapallar, es el sine qua non. Que ojos de siberiano y cabellos de ángel aportan, no cabe duda, pero descartemos ese arroz graneado. Lo fundamental: evitar rasgos y teces que recuerden la herencia mapuche de ese pueblo llamado chileno. Y nada, válgame lavados de colon y lechugas hidropónicas de por medio, de kilos de más. La ponchera de marraqueta es de pueblo, amorosa.

Las P de Prejuicios asociadas, cómo no, son largas y tendidas. Que Pinturitas, Papanatas de voces Pitudas, Patéticos, Plastas, Puntudos, Platinadas. Pero de todas, todas estas y demases que ya se han instalado en el inconsciente colectivo, hay una a la que no se le puede hacer la vista gorda. Simplemente, no a lugar:

Penca: La P de la infamia, calumnia, ignorancia y desprecio. La que es penca en la cama. La que, de acuerdo a las palabras del gurú pelotero, parte el romance con pasión y termina escurriéndose entre las sábanas. La que todavía piensa que "eso" la puede morder. La que dice "eso" en vez de P. En otras palabras, la frígida, fome, cartucha y mojigata. Es el conservadurismo más puro y duro homologado arbitrariamente a cuiquerío. Porque cuándo la ironía del “las calladitas son las peores” dio paso a una literalidad absoluta, vaya una a saber. Solo puedo, desde mi humilde cuchitril de barrio alto, soltar una sonora carcajada.