No hay libido
Advertencia: La lectura de este texto no produce risa ni cachondez.
Sé exactamente lo que pasa, lindos. Soy un maldito número más en las estadísticas que adoran los sociólogos y periodistas de tendencias. De esas cifras que, horror de los horrores, hablan de falta de deseo.
Es que no me dan ganas. Sé que las chiquillas me entenderán y los hombres se agarrarán la cabeza a dos manos maldiciendo a los medios, los dilemas femeninos y el síndrome pre menstrual. Pero, amorosos, es lo que hay.
Los michelines de las vacaciones no se han ido y el espejo me escupe todos los días mi falta de sensualidad. Los pantalones me estrujan en zonas indebidas y me obligan a caminar como pato, y las veladas románticas al brindis del sour siempre terminan con el botón superior desabrochado por el empuje abdominal. Los andares felinos con los que me gustaba jugar, ahora no son más que incómodos paseos tratando de desenterrar la lencería de las profundidades traseras, y así, excavando en el quetejedi, no hay coquetería que se mantenga a flote.
Boyfriend me asegura cada dos horas que me encuentra más rica que una chorrillana, pero la comparación con un plato chorreante de grasa no me pilla de humor para recibirla con gracia. Si tenía mi envoltorio bien asumido hace unos meses, hoy me siento prisionera de un cuerpo que no es el mío, y que se ha convertido en la materialización del escaso control que tengo sobre mi vida.
Para evitar la autocompasión, entonces, es que me inscribí al gimnasio. Tres años sin aeróbicos no debería haber sido tan doloroso, considerando el ritmo de ese otro ejercicio que sí ejercía con frecuencia, pero lo fue. Métale abdominales y sentadillas y martirios diversos. Todo para recuperar una figura que sigue a la deriva y a la que se suman ahora calambres y dolores invalidantes a la hora de jugar bajo las sábanas. No me pidan que levante ni el dedo gordo del pie, que se viene el grito.
De momento no le veo la salida a este círculo vicioso, aunque el éxito profesional no me vendría mal. Una estrellita para coronar el esfuerzo, y de paso recuperar el ánimo que domina mi figura y mi intimidad. En un mundo de apitutados sin méritos, tal vez sea mucho pedir.
Sé exactamente lo que pasa, lindos. Soy un maldito número más en las estadísticas que adoran los sociólogos y periodistas de tendencias. De esas cifras que, horror de los horrores, hablan de falta de deseo.
Es que no me dan ganas. Sé que las chiquillas me entenderán y los hombres se agarrarán la cabeza a dos manos maldiciendo a los medios, los dilemas femeninos y el síndrome pre menstrual. Pero, amorosos, es lo que hay.
Los michelines de las vacaciones no se han ido y el espejo me escupe todos los días mi falta de sensualidad. Los pantalones me estrujan en zonas indebidas y me obligan a caminar como pato, y las veladas románticas al brindis del sour siempre terminan con el botón superior desabrochado por el empuje abdominal. Los andares felinos con los que me gustaba jugar, ahora no son más que incómodos paseos tratando de desenterrar la lencería de las profundidades traseras, y así, excavando en el quetejedi, no hay coquetería que se mantenga a flote.
Boyfriend me asegura cada dos horas que me encuentra más rica que una chorrillana, pero la comparación con un plato chorreante de grasa no me pilla de humor para recibirla con gracia. Si tenía mi envoltorio bien asumido hace unos meses, hoy me siento prisionera de un cuerpo que no es el mío, y que se ha convertido en la materialización del escaso control que tengo sobre mi vida.
Para evitar la autocompasión, entonces, es que me inscribí al gimnasio. Tres años sin aeróbicos no debería haber sido tan doloroso, considerando el ritmo de ese otro ejercicio que sí ejercía con frecuencia, pero lo fue. Métale abdominales y sentadillas y martirios diversos. Todo para recuperar una figura que sigue a la deriva y a la que se suman ahora calambres y dolores invalidantes a la hora de jugar bajo las sábanas. No me pidan que levante ni el dedo gordo del pie, que se viene el grito.
De momento no le veo la salida a este círculo vicioso, aunque el éxito profesional no me vendría mal. Una estrellita para coronar el esfuerzo, y de paso recuperar el ánimo que domina mi figura y mi intimidad. En un mundo de apitutados sin méritos, tal vez sea mucho pedir.