Niña bien
Renegué de mi condición de cuica hasta hace poco. Si alguien osaba insinuarme el concepto, mostraba uñas, colmillos y molares. Como si fuera el peor de los epítetos, hacía gala de mis méritos para no ser calificada como tal: mira, si no me pinto, no me tiño, no tengo ropa de marca. Me gusta el reggaeton y tengo corazón de pinganilla. Como fritanga callejera y no me voy por el caño. Tomo aunque no fumo, y me gusta --y cómo me gusta- bailar apretado.
Solo ese último argumento tenía impacto de conversión en algunos incrédulos. Otros, a mi gran rabiar, con suerte me concedían un "bueno, eres una cuica flaite".
Hasta que llegó Boyfriend hace más de un año. No alcanzó a oír ni la mitad de mi discurso anti-prejuicios, cuando soltó su veredicto: "pero qué te importa, eres cuica, somos cuicos, ¿y qué?". Su categorismo me dejó más despeinada que el viento que entraba por la ventana del auto. Iba a alegarle cuando su cara me vendió barato sus intenciones. El muy perla estaba disfrutando a costa mía.
Su sonrisa picarona, sin el más mínimo disimulo de su diversión, fue mi ruina. Es que una no es de hierro, pues. La carne tira y así, aliñadita con humor, tira más. Mientras el auto subía por la Costanera, comencé el ataque. Primero fueron los besos fugaces y juguetones por el cuello. Luego la mano paseándose por esa bien contorneada pierna. Algunos botones de la camisa volaron por arte de magia, y la mano dejó la rodilla para subir a la entrepierna, ya tibia y firme.
“Marilú, vas a hacer que choquemos”, alcanzó a protestar él sin por eso esquivar la embestida. Desvió el auto hacia las calles más oscuras y solitarias de Las Condes, y bajó la velocidad a 30 km/ h mientras la suya superaba el límite legal. El cierre ya estaba abajo y yo, en plena faena.
Los minutos transcurrieron como reloj de arena. Nunca, parece, es suficiente cuando la calentura… bueno, calienta. Un juego de luces entonces nos encandiló a través del espejo retrovisor. Lentamente --¿qué opción tenía?- levanté cabeza. Boyfriend acomodó lo suyo como pudo y detuvo el auto. Un hombrecito verde se acercó a la ventana del abochornado conductor. “Señor, vamos a tener que sacarle un parte por faltar a la moral”. Ven, amorosos, que la Inquisición sí existe. “A ver, ¿pero de qué atentado a la moral me habla?”, le alegué yo de lo más seria, digna, y cara de nalga. “Señora…”, comenzó a balbucear él. “Señorita”, lo corregí anotando un punto de victoria. “Sí, señorita, los vimos en actitud sexual, usted estaba practicándole al señor… ehh… el acto oral”.
Entonces, haciendo promesa mental de empezar a usar el colgante de virgencita de mi tatarabuela, lancé mi speach. “No puedo creer lo que me está diciendo. Míreme. ¿Usted cree que yo podría hacer algo así? Soy señorita y muy decente, mi familia me educó por el sendero del Señor y nunca cometería un acto de ese naturaleza, menos fuera del matrimonio. ¿Que me vio reclinada? ¡Pero por supuesto! Salimos a comer y me intoxiqué con los mariscos, entonces mi pololo –no marido- tuvo la gentileza de venir manejando despacio para evitar aumentar mi malestar. Y sí, me recliné sobre él para acomodarme. ¿Es eso un delito, acaso?”.
Librados del santo parte y de la humillación consiguiente, llenamos el camino a casa con carcajadas. “¿Viste que soy flaite?”, desafié a Boyfriend. “Ah, no me vengas con ese cuento, que si lo fueras, no nos habríamos librado de esta”. Tal cual.
Quedé mutis. Mutis y asumida. Sí, soy cuica... ¡y a mucha honra!
Solo ese último argumento tenía impacto de conversión en algunos incrédulos. Otros, a mi gran rabiar, con suerte me concedían un "bueno, eres una cuica flaite".
Hasta que llegó Boyfriend hace más de un año. No alcanzó a oír ni la mitad de mi discurso anti-prejuicios, cuando soltó su veredicto: "pero qué te importa, eres cuica, somos cuicos, ¿y qué?". Su categorismo me dejó más despeinada que el viento que entraba por la ventana del auto. Iba a alegarle cuando su cara me vendió barato sus intenciones. El muy perla estaba disfrutando a costa mía.
Su sonrisa picarona, sin el más mínimo disimulo de su diversión, fue mi ruina. Es que una no es de hierro, pues. La carne tira y así, aliñadita con humor, tira más. Mientras el auto subía por la Costanera, comencé el ataque. Primero fueron los besos fugaces y juguetones por el cuello. Luego la mano paseándose por esa bien contorneada pierna. Algunos botones de la camisa volaron por arte de magia, y la mano dejó la rodilla para subir a la entrepierna, ya tibia y firme.
“Marilú, vas a hacer que choquemos”, alcanzó a protestar él sin por eso esquivar la embestida. Desvió el auto hacia las calles más oscuras y solitarias de Las Condes, y bajó la velocidad a 30 km/ h mientras la suya superaba el límite legal. El cierre ya estaba abajo y yo, en plena faena.
Los minutos transcurrieron como reloj de arena. Nunca, parece, es suficiente cuando la calentura… bueno, calienta. Un juego de luces entonces nos encandiló a través del espejo retrovisor. Lentamente --¿qué opción tenía?- levanté cabeza. Boyfriend acomodó lo suyo como pudo y detuvo el auto. Un hombrecito verde se acercó a la ventana del abochornado conductor. “Señor, vamos a tener que sacarle un parte por faltar a la moral”. Ven, amorosos, que la Inquisición sí existe. “A ver, ¿pero de qué atentado a la moral me habla?”, le alegué yo de lo más seria, digna, y cara de nalga. “Señora…”, comenzó a balbucear él. “Señorita”, lo corregí anotando un punto de victoria. “Sí, señorita, los vimos en actitud sexual, usted estaba practicándole al señor… ehh… el acto oral”.
Entonces, haciendo promesa mental de empezar a usar el colgante de virgencita de mi tatarabuela, lancé mi speach. “No puedo creer lo que me está diciendo. Míreme. ¿Usted cree que yo podría hacer algo así? Soy señorita y muy decente, mi familia me educó por el sendero del Señor y nunca cometería un acto de ese naturaleza, menos fuera del matrimonio. ¿Que me vio reclinada? ¡Pero por supuesto! Salimos a comer y me intoxiqué con los mariscos, entonces mi pololo –no marido- tuvo la gentileza de venir manejando despacio para evitar aumentar mi malestar. Y sí, me recliné sobre él para acomodarme. ¿Es eso un delito, acaso?”.
Librados del santo parte y de la humillación consiguiente, llenamos el camino a casa con carcajadas. “¿Viste que soy flaite?”, desafié a Boyfriend. “Ah, no me vengas con ese cuento, que si lo fueras, no nos habríamos librado de esta”. Tal cual.
Quedé mutis. Mutis y asumida. Sí, soy cuica... ¡y a mucha honra!
3 comentarios:
que interesante
Está excelente este post, te la sacaste como cuica que eres, y bien que lo asumas. No vale la pena negarse los origenes. Saludos
no hay nada más flaite q autodenominarse cuica y q cdo te dicen cuica demostrar q no para quedar como "cuica q no le gusta q se lo igan" cdo nadie se la compra
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